Un labrador muy avaro, que vivía en un lejano
pueblo, era famoso por su avaricia. Ésta era tal que, cuando un pájaro comía un
grano de trigo encontrado en el suelo, se ponía tan furioso que se pasaba el
día oteando su huerto para que nadie lo tocara.
Con tres cañas hizo los brazos y las
piernas, con paja configuró el cuerpo, una calabaza le sirvió de cabeza, dos
granos de maíz para los ojos, una fresca zanahoria conformaba su nariz, y una
hilera de granos de trigo componía su dentadura.
Cuando el
cuerpo del espantapájaros estuvo a punto, le colocó un ropaje poco atractivo y
lo hincó en la tierra. Le echó una mirada escrutadora y se percató de que le
faltaba un corazón. Cogió el fruto más dulce del peral y se lo colocó en el
pecho.
El espantapájaros quedó en el huerto,
sometido al movimiento caprichoso del viento. Sin tardar mucho, un gorrión
necesitado sobrevolaba muy bajito para buscar trigo en el huerto. El
espantapájaros quiso cumplir con su oficio y trató de ahuyentarlo
con sus movimientos, pero el pájaro se colocó en el árbol y dijo:
―¡Qué buen trigo tienes. Dame algo
para mis hijos!
―No es posible ―dijo el
espantapájaros. Sin embargo, buscó una solución y la encontró: le ofreció sus
dientes de trigo.
El gorrión, contento y conmovido,
recogió los granos de trigo. El espantapájaros quedó satisfecho de su acción,
aunque sin dientes.
A los pocos días, entró en el huerto
un nuevo visitante muy interesado. Esta vez se trataba de un conejo. ¡Con qué
ojos miró la zanahoria! El espantapájaros quiso cumplir con su deber de
ahuyentarlo, pero el conejo, fijando su mirada en él, dijo:
—Quiero una zanahoria: tengo hambre.
El espantapájaros tuvo una corazonada
y le ofreció su zanahoria. Luego dio rienda suelta a su alegría y quiso entonar
una canción, pero no tenía boca ni nariz para cantarla.
Una mañana apareció el gallo
madrugador, lanzando al aire su alegre quiquiriquí. Acto seguido, le dijo:
―Voy a prohibir a la gallina que
alimente con sus huevos el estómago y la avaricia del amo, pues él les da poco
de comer.
No le pareció bien al espantapájaros
la decisión del gallo y le mandó que cogiera sus ojos, formados por granos de
maíz.
―Bien ―dijo el gallo, y se
fue agradecido.
A la hora del crepúsculo, oyó una voz
humana. Era de un trabajador de la finca que había sido despedido por el
labrador.
―Ahora soy un vagabundo —le dijo.
―Coge mi vestido, es lo único que
puedo ofrecerte.
―¡Oh gracias, espantapájaros!
Ese mismo día, un poco más tarde,
oyó llorar a un niño que buscaba comida para su madre. El dueño de
la huerta la había despedido, sin atender a su necesidad.
―Hermano―exclamó el espantapájaros―,
te doy mi cabeza, que es una hermosa calabaza.
Al amanecer, el labrador fue al
huerto y, cuando vio el estado en que había quedado el espantapájaros, se
enfadó tanto que le prendió fuego. Al caer al suelo su corazón de pera, el
labrador, riéndose, dijo:
―Esto me lo como yo.
Pero, al morder, experimentó un
cambio: su corazón de piedra se convirtió en un corazón de carne.
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